jueves, 28 de junio de 2012

Veamos que nos dice la historiografia respecto al despegue medieval:


“Cuando se acaba el sueño romano del año mil, está a punto de producirse una renovación: la de todo el Occidente. Su rápida aparición hace que el siglo XI sea el del auténtico despegue de la cristiandad occidental.
Este despegue difícilmente tendría cabida si no fuera sobre bases económicas. Estas se establecen con mayor rapidez de lo que se suele creer. Nada impide pensar que si hubo renacimiento carolingio, fue ante todo un renacimiento económico. Hubo un renacimiento de la cultura, pero limitado, superficial, frágil y, en mayor medida que el otro, casi destruido por las invasiones y la piratería de normandos, húngaros y sarracenos del siglo IX y comienzos del siglo X que retrasaron sin lugar a dudas en uno o dos siglos el renacimiento de Occidente lo mismo que las invasiones de los siglos IV y V habían precipitado la decadencia del mundo romano.
En los siglos VIII y IX es más fácil intuir ciertos signos de un renacimiento del comercio: apogeo del comercio frisón y del puerto de Duurstede, reforma monetaria de Carlomagno, exportación del paño probablemente flamenco pero que por entonces se llama frisón, esos pallia fresonica que Carlomagno ofrece como regalo al califa Harun al-Rachid.
Pero en esta economía esencialmente rural no pocos indicios llevan a la conclusión de una mejora de la producción agrícola: masadas que proceden sin lugar a dudas de roturaciones, aparición de un nuevo sistema de enganche animal cuya primera representación conocida se halla en un manuscrito de Tréveris del 800 aproximadamente, reforma del calendario por Carlomagno que da a los meses nombres que evocan un progreso en las técnicas de cultivo. Las miniaturas que representan los trabajos de los meses cambian radicalmente, reemplazando los símbolos de la Antigüedad por escenas concretas donde se manifiesta el dominio técnico del hombre: «El hombre y la naturaleza son ahora dos cosas, pero el hombre es el dueño».
 Que las invasiones del siglo IX hayan sido o no responsables de un nuevo retroceso o de un simple retraso económico, lo cierto es que el progreso es  plenamente manifiesto en el siglo X. Un congreso de medievalistas americanos consagrado a esta época ha visto en el siglo X un período de novedades decisivas, sobre todo en el ámbito de los cultivos y de la alimentación donde, según Lynn White, la introducción en masa de plantas ricas en proteínas —legumbres como las habas, lentejas, guisantes— y por lo tanto dotadas de un valor energético elevado, habría suministrado a la humanidad occidental la fuerza que iba a ayudarla a levantar catedrales y roturar extensas superficies. The Xth century is full of beans («el siglo X está lleno de judías»), concluía humorísticamente el medievalista americano. Robert López, por su parte, se pregunta si no habría que admitir un nuevo Renacimiento, el del siglo X, en el que el comercio escandinavo se desarrolla, donde la economía eslava se ve espoleada por el doble aguijón del comercio normando y del negocio judeo-árabe a lo largo de la ruta que une Córdoba a Kiev por la Europa central, donde países como el del Mosa o el renano inauguran su florecimiento, y sobre todo donde la Italia del norte es ya próspera, donde el mercado de Pavía tiene un carácter internacional, donde Milán, cuyo crecimiento ha mostrado magistralmente Cinzio Violante, conoce un alza de precios, «síntoma del relanzamiento de la vida económica y social».
¿A quién o a qué habría que atribuir este despertar de Occidente? A la repercusión, según Maurice Lombard, de la formación del mundo musulmán, mundo de metrópolis urbanas consumistas que espolean en el Occidente bárbaro una mayor producción de materias primas para exportar a Córdoba, a Kairouan, a Foustât-El Cairo, a Damasco, a Bagdad: madera, hierro (las espadas francas), estaño, miel y esa mercancía humana, los esclavos, de la que Verdún es, en la época carolingia, un gran mercado. Hipótesis del estímulo externo que echa por tierra la teoría de Henri Pirenne, quien atribuye a la conquista árabe el cierre del Mediterráneo y el ocaso del comercio occidental, conquista que se convierte, por el contrario, en el motor del despertar económico de la cristiandad occidental. O bien, según el parecer de Lynn White, a los progresos técnicos desarrollados en el suelo mismo de Occidente: progreso agrícola que, con el arado de ruedas y vertedera, los progresos de la rotación trienal de cultivos que permite sobre todo incluir las célebres legumbres ricas en proteínas, la difusión del enganche animal moderno, incrementa las superficies cultivadas y el rendimiento; progreso militar que, con el estribo, permite dominar el caballo y da paso a una nueva clase de guerreros, los caballeros, que se identifican además con los grandes propietarios capaces de introducir en sus dominios el instrumental y las nuevas técnicas. Explicación por el desarrollo interno que, por añadidura, esclarece el desplazamiento del centro de gravedad de Occidente hacia el norte, país de las llanuras y de los grandes espacios donde es fácil desarrollar labores profundas y cabalgadas hasta no poder más.
La verdad es que, sin duda alguna, el ascenso de los grandes —terratenientes y caballeros conjuntamente— crea una clase capaz de aprovechar las oportunidades económicas que se le ofrecen: la explotación creciente del suelo y de los mercados aún limitados de los que esa clase social cede a algunos especialistas —los primeros mercaderes occidentales— una parte de los beneficios que obtiene el mundo cristiano. Es una tentación pensar que las conquistas de Carlomagno y sus empresas militares en Sajonia, en Baviera y a lo largo del Danubio, en el norte de Italia y en Venecia y, finalmente, allende los Pirineos iban al encuentro de zonas de intercambio e intentaban englobar las rutas del comercio naciente. Y el tratado de Verdún también habría podido ser tanto un reparto de trozos de ruta como de bandas de cultura. Ante todo el gran dominio, continuación de la ciudad antigua, cede el puesto a un nuevo cuadro de poder que renueva las formas de explotación económica, los contactos entre los hombres, la ideología: la señoría. Ésta se apoya en nuevos centros de concentración de los hombres: el poblado, el castillo y, muy pronto, con toda su carga de ambigüedad, la ciudad. Después del año mil esta mutación se hace más veloz. La cristiandad medieval entra de lleno en escena.
Este pasaje del cronista borgoñón Raoul Glaber es célebre: «Al acercarse el tercer año siguiente al año mil se asistió en casi toda la tierra, pero sobre todo en Italia y en la Galia, a la reedificación de las iglesias; aunque la mayor parte, bastante bien construidas, no tuvieran ninguna necesidad, una auténtica emulación impelía a cada comunidad cristiana a tener una más suntuosa que la de los vecinos. Hubiérase dicho que el mundo mismo se sacudía para despojarse de su ropaje vetusto y se vestía por doquier con un manto blanco de iglesias. Así fue cómo casi todas las iglesias de las sedes episcopales, las de los monasterios, consagradas a toda suerte de santos, e incluso las más insignificantes capillas de las aldeas fueron reconstruidas por los fieles más hermosas que antes».
He aquí el signo exterior más manifiesto del esplendor de la cristiandad que se afianza en torno al año mil. Este gran movimiento de construcción ha desempeñado sin duda alguna un papel fundamental en los progresos del Occidente medieval entre los siglos X y XIV. En primer lugar por su función de acicate económico. La producción al por mayor de materias primas (piedra, madera, hierro), la puesta a punto de técnicas y la fabricación de un instrumental para la extracción, el transporte y el tratamiento de materiales de tamaño y de peso considerables, el reclutamiento de la mano de obra y la financiación de los trabajos convirtió las obras de construcción (y no sólo el de las catedrales, sino también el de las numerosas iglesias de todas dimensiones, edificios de uso civil y económico: puentes, granjas, almacenes y casas de ricos construidas cada vez con más frecuencia en piedra) en el centro de la principal y casi la única industria medieval.
Pero este afán de construcción no es más que un fenómeno primario. Responde a unas necesidades de las que la principal es la de albergar a una población más numerosa. No cabe duda que no siempre hay una relación directa entre la proporción de las iglesias y el número de fieles. También desempeñaron su papel los motivos de prestigio y de devoción en favor de una búsqueda de lo grande.
No es fácil distinguir en este desarrollo de la cristiandad lo que fue causa de lo que fue efecto al haberse dado la mayor parte de los aspectos de este proceso simultáneamente. Pero aún es más difícil señalar la causa principal y decisiva de este progreso. Sin embargo se puede negar este papel a factores que a veces se han invocado para explicar este arranque de Occidente. Por ejemplo, el crecimiento demográfico, que no ha sido más que la primera y más espectacular consecuencia de este progreso. De igual modo la paz relativa de la que se goza a finales del siglo X: final de las invasiones, progreso de las instituciones de «paz» que reglamentan la guerra limitando los períodos de actividad militar y situando a ciertos sectores de la población no combatiente (clérigos, mujeres, niños, rústicos, mercaderes y a veces incluso los animales de trabajo) bajo la protección de garantías juradas por los guerreros (el sínodo de Charroux en el 989 instaura la primera organización destinada a hacer que se respete la paz de Dios). Esta disminución de la inseguridad a su vez no es más que una consecuencia del deseo de amplios sectores de la sociedad cristiana de proteger el progreso naciente. «Todos estaban bajo los efectos del terror hacia las calamidades de la época precedente y atenazados por el temor de verse desposeídos en el futuro de las delicias de la abundancia», dice acertadamente Raoul Glaber para explicar el movimiento de paz que constata en la Francia de comienzos del siglo XI.
Pero el origen de este florecimiento hay que buscarlo en la tierra, que en el Medioevo es la base de todo. No parece que la clase dominante —con la excepción de ciertos señores eclesiásticos y de altos funcionarios carolingios— se haya interesado directamente por la explotación de sus dominios. Pero las rentas y los servicios que exigía de la masa campesina debieron impulsar a ésta hacia una cierta mejora de sus métodos de cultivo para satisfacerlos. Yo pienso que los progresos decisivos que iban a constituir lo que se ha llamado una «revolución agrícola» entre los siglos X y XIII comenzaron humildemente ya en los siglos VII y VIII y se desarrollaron lentamente hasta los umbrales del año mil, cuando experimentaron una considerable aceleración.
Por lo demás, tampoco hay que excluir que la sedentarización de los bárbaros haya provocado por parte de los nuevos amos una verdadera política de revalorización. La historia de los primeros duques de Normandía y del canónigo Dudon de Saint-Quentin, en el siglo XI, nos muestra cómo los normandos, durante el primer siglo de su instalación en Normandía se dedican a la explotación agrícola bajo la dirección de sus duques, que ponen los aperos de labranza hechos de hierro, y sobre todo los arados, bajo protección ducal.
La lenta difusión de la rotación trienal de cultivos permitió aumentar la superficie cultivada (quedaba en barbecho sólo un tercio en vez de la mitad), variar los tipos de cultivo, luchar contra las intemperies recurriendo a los cereales de primavera cuando los de otoño no habían dado buenos resultados (o a la inversa). La adopción del arado asimétrico de ruedas y vertedera y el empleo creciente del hierro en los aperos de labranza facilitaron el trabajo de arado más profundo que se repetía con más frecuencia. Las superficies cultivadas, el rendimiento, la variedad de la producción y, como consecuencia, la alimentación mejoraron.
Una de las primeras consecuencias fue un aumento de la población, que se duplico probablemente entre los siglos X y XIV. Según J.C. Russell, la población de Europa occidental pasó de 14,7 millones hacia el 600 a 22,6 en el 950 y a 54,4 antes de la gran peste del 1348. Según M.K. Bennett, para todo el conjunto de Europa el crecimiento iría de 27 millones hacia el 700 hasta 42 en el año mil y hasta 73 en el 1300.
Esta explosión demográfica, a su vez, fue decisiva para la expansión de la cristiandad. Las condiciones del modo de producción feudal, que podían fomentar un cierto progreso técnico, pero que impedían con toda probabilidad sobrepasar un cierto nivel de mediocridad, no permitían los suficientes avances cualitativos de la producción agrícola como para responder a las necesidades del crecimiento demográfico. El aumento del rendimiento y del poder nutritivo de las cosechas continuaba siendo escaso. El modo de cultivo feudal excluía los cultivos auténticamente intensivos. No quedaba más remedio que ampliar el espacio cultivado. El primer aspecto de la expansión de la cristiandad entre los siglos X y XIV fue un intenso movimiento de roturación. Es difícil establecer su cronología porque no abundan los textos antes del siglo XII, porque la arqueología rural está poco desarrollada, porque su práctica es difícil al haber quedado modificado o destruido con frecuencia el paisaje medieval en épocas posteriores y porque, como consecuencia, la interpretación de los resultados es problemática. Según Georges Duby, «la actividad de los pioneros continúa siendo tímida durante dos siglos, discontinua y muy dispersa, pero se hizo más intensa y coordinada en los umbrales del 1150». En un sector fundamental, el de los cereales, el período decisivo de la conquista agraria se sitúa entre el 1100 y el 1150 como ha demostrado la palinología: el polen de cereales acumulado en los residuos florales se incrementa sobre todo durante esta primera mitad del siglo XII.
De ordinario los nuevos campos no fueron más que una ampliación de los antiguos terruños, «un paulatino ensanche del calvero» ganado a los márgenes de los eriales y de los pastos. Las tierras desbrozadas conseguidas mediante el fuego hacían retroceder las zonas de matorral, pero el fuego raramente iba dirigido contra el oquedal o el monte alto, tanto por falta de instrumental adecuado (el principal instrumento de la roturación y el desbroce en el Medioevo era la falce más que el hacha), como por el deseo de los señores de conservar intactas sus tierras de caza y el de las comunidades rurales de no hacer demasiada mella en los recursos forestales que eran esenciales para la economía medieval. La conquista del suelo también se llevó a cabo mediante la desecación y saneamiento de marismas y la construcción de pólders. En Flandes, muy pronto y en gran medida afectada por la explosión demográfica, comienza este movimiento hacia el año 1100 mediante la construcción de pequeños diques en muchos lugares.
Sin embargo, esas roturaciones y desbroces llevan consigo a veces la conquista de nuevas tierras que van unidas a la fundación de nuevos poblados.
Paralelamente a esta expansión interior, la cristiandad también recurrió a una expansión exterior. Incluso da la impresión de que en un principio sus preferencias se hayan inclinado hacia ésta, al encontrar más fáciles las soluciones militares que las pacíficas de creación de valor.
Así es como nació un doble movimiento de conquista que dio como resultado la ampliación de las fronteras de la cristiandad en Europa y las expediciones lejanas en país musulmán: las cruzadas".


Le Goff, Jacques. (2002). "La civilizacion del occidente medieval". pp. 49-55

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